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El tren

El tren nunca salió.
Y en los ojos de esas paredes
Mi rostro se fue perdiendo como el humo,
Dejando solo el olor,
Que poco después se perdería también.
El tren nunca salió.
Y dude que el equipaje fuera mío.
Quizás estaba allí para hacerme creer que viajaría.
Cualquier cosa es posible
Después de vaciar la distancia en una botella.
Siquiera creo haber estado esperando el tren.
Porque tampoco tenía a dónde ir.
El único destino se había perdido en alguna esquina.
Cuando abrí la mochila encontré preguntas locas
Y en lugar de respuestas el más escalofriante vacío.
El cielo fue entonces un grito,
La calle un desespero.
Y la línea que debía guiarme
No estuvo nunca donde yo la vi.
La línea fue la justificación para que hubiera un tren,
Un viaje, una mochila.
La línea fue la máscara cobarde de este extravío.
El tren nunca salió.
La línea nunca estuvo.
Y el equipaje, definitivamente, no era mío.

Marilyn Roque (Cuba)
Del libro La Estrella de Cuba

La mígala

  La mígala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.
  El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.
  Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a mi casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.
  La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.
  Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la araña sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.
  Hay días en que pienso que la mígala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.
  Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la mi-gala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa mígala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
  Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la mígala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la mígala.
  Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero. Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.

Juan José Arreola (México) 

El otro

¿Por qué decir nombres de dioses, astros
espumas de un océano invisible,
polen de los jardines más remotos?
Si nos duele la vida, si cada día llega
desgarrando la entraña, si cada noche cae
convulsa, asesinada.

Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre
al que no conocemos, pero está
presente a todas horas y es la víctima
y el enemigo y el amor y todo
lo que nos falta para ser enteros.

Nunca digas que es tuya la tiniebla,
no te bebas de un sorbo la alegría.
Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro.
Lo que él respira es lo que a ti  te asfixia,
lo que come es tu  hambre.
Muere con la mitad más pura de tu muerte.

Rosario Castellanos (México, 1925 – 1974)
Tomado de Isla Negra

Marca fugaz

Entre tanta necesidad
de ajustar las ausencias
se me pierde el valor
ante el fracaso.
 
Trato de restañar
ciertos rencores
aminorar las dudas
batallar la zozobra.
 
No hay prisión
donde alojar un sueño.
 
El rumbo se pronuncia
destinado al abismo.
La sola referencia
marca un borde sutil.
 
No hay punto exacto
que desconcentre al alba
ni es esta pesadilla
de historias sin secretos.
 
Opaca es la cadena
del segundo feliz
que ciñe abreviaturas
a los suburbios
del rescate.
  
Silsh -Silvia Spinazzola- (Argentina)

Alguien ha cerrado las ventanas a la plaza

Hay una plaza inmensa allá afuera.
Me separan de ella las ventanas,
la madera antigua con que fueron hechos los postigos.
Ya  no veo la plaza, ahora la imagino.
Ahora  sé por que ha resistido tantos años.
Está  hecha de nada,
de recuerdos que le dan forma.
Y uno puede quitar las rejas, las estatuas,
quitar la plaza.
Caminar sobre la tierra espesa.
Mirar la iglesia, la torre, el campanario,
sentir el ruido del bronce que ahuyenta las palomas.
Mirar la plaza de lejos sobre el puente,
regresar luego a los arcos, a los portales.
Regresar a esas ruinas que aún no fueron fundadas,
regresar a uno mismo.
Y abrir los ojos, las ventanas,
caminar luego por la plaza.
Palparla tal como es, volver a hacerla,     
morirse de viejo,
fundarla.

Liudmila Quincoses (Cuba)
Del libro La Estrella de Cuba

Poema con la tonada última

¿Que adónde voy con esas caras tristes
y un borbotón de venas heridas en mi frente?

Voy a despedir rosas al mar,
y a deshacerme en olas más altas que los pájaros,
a quitarme caminos que ya andaban en mí como raíces...

Voy a perder estrellas,
y rocíos,
y riachuelos breves donde amé la agonía que arruinó mis montañas
y un rumor de palomas
especial,
y palabras...
Voy a quedarme sola,
sin canciones, ni piel,
como un túnel por dentro, donde el mismo silencio se enloquece y se mata.

Julia de Burgos (Puerto Rico)
Antología de la poesía hispanoamericana

Mirar el mar

Mirar el mar
al este el norte el sur
pintarlo en el oeste con el fuego
verdoso de las tardes otoñales

Ver el mar devorando a sus crepúsculos
escuchar sus latidos cada noche
sus canciones de espuma y marejada
memoria de otras noches y otros mares

Pintar el mar sumirse en él desembocarse
ebrios de mar amarse desbocarse
Mirar el mar de mar emborracharse
ser orilla y temblor y acantilado
caer caer caer entre las olas
mirar del mar el mar inolvidable
y no poder cruzarlo para verte...

Mirar el mar, de Sergio Borao (España)
Tomado de Al_Andar

Espejo

En el espejo se perdió la niña de antes,
con sus siete caminos primaverales
y una estrella de lágrimas en el corazón.

El espejo come rostros
y tiempo.

Hoy aparece en su cristal una mujer entristecida.
Quizás también la muerte.
Pero a la muerte… ¿quién la ve?

Espejo, de Claudia Lars (El Salvador)
Antología de la poesía hispanoamericana

Versos sencillos

Si ves un monte de espumas,
Es mi verso lo que ves:
Mi verso es un monte, y es
Un abanico de plumas.

Mi verso es como un puñal
Que por el puño echa flor:
Mi verso es un surtidor
Que da un agua de coral.

Mi verso es de un verde claro
Y de un carmín encendido:
Mi verso es un ciervo herido
Que busca en el monte amparo.

Mi verso al valiente agrada:
Mi verso, breve y sincero,
Es del vigor de acero
Con que se funde la espada.

Jose Martí (Cuba)
Fuente: Isla Negra, 66

Como una sola flor desesperada

Lo quiero con la sangre, con el hueso,
con el ojo que mira y el aliento,
con la frente que inclina el pensamiento,
con este corazón caliente y preso,

y con el sueño fatalmente obseso
de este amor que me copa el sentimiento,
desde la breve risa hasta el lamento,
desde la herida bruja hasta su beso.

Mi vida es de tu vida tributaria,
ya te parezca tumulto, o solitaria,
como una sola flor desesperada.

Depende de él como del leño duro
la orquídea, o cual la hiedra sobre el muro,
que solo en él respira levantada.

Juana de Ibarbourou (Uruguay)
Tomado de Poesía en español

El niño yuntero

Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.

Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.

Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.

Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.

Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra,
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.

Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.

Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.

A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.

Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.

Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.

Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
revuelve mi alma de encina.

Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.

¿Quién salvará este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.

Miguel Hernández (España)
Tomado de Al_Andar